Diálogo [imaginario] con mi entrañable amigo Adrián Cárdenas Acevedo

27 de diciembre de 2009

Diálogo imaginario con mi entrañable amigo Adrián Cárdenas Acevedo
Diálogo imaginario con mi entrañable amigo Adrián Cárdenas Acevedo

Hace unos días soñé que volvíamos a caminar juntos; será que así nació nuestra amistad, a fuerza de andar y de charlar. Con ese ímpetu irrefrenable por hablar, que sólo nos prodigan los años de vigorosa juventud. Acaso parloteábamos para pensar y entonces, pensar para seguir con el habla, como hilo de ésa, nuestra luminosa historia. ¿Recuedas? Esa parte de nuestra vida, entre tú y yo, la trenzamos con amistad, con hermandad floreciente, con ilusiones, fantasías, aventuras reales e imaginarias y, siempre, siempre, la aderezamos con generosas cantidades de ese exquisito néctar que es la complicidad.

En mi sueño, creo recordar que transitábamos por una calle angosta. Repentinamente, estábamos en un camino pedregoso y escarpado del que intentábamos salir. Me dijiste que se te dificultaba dar una maroma para lograr salir de ese embrollo sinuoso en el que estábamos. Finalmente logramos abandonar el lugar. Estábamos del otro lado. Como tú sabes que sucede en los sueños, otra vez, sin más, estábamos conversando. Entonces, aunque parecías instalado en esta vida, yo tenía claro que habías partido; que habías muerto. Entonces, osé preguntarte ¿qué había después del último aliento? Tu respuesta fue corta y helada: Nada. No hay nada. Sólo existe la Nada.

Aún sabiendo que coincidiría contigo, te inquirí que cuál era el sentido de nuestro reencuentro. ¿Para qué sentir tu compañía si tú no estabas en ningún sitio? Únicamente me mirabas. Después de tu breve vida, quedaba tu profunda y dolorosa ausencia entre quienes te quisimos desde distintos sitios existenciales. Ni siquiera tú estabas en alguna parte. Muchas ocasiones dijimos que, imaginada o vendida por la religión que nos heredaron con calidez y beatitud, nos dedicamos a sortear la angustia de nuestra finitud, creyendo cuentos mítico-religiosos. Que eran (y son) éso, quimeras para no pensar en nuestra fragilidad, para no aceptar que el cielo está vacío ni tampoco en el sinsentido de la vida.

En mi sueño me respondiste: No, no hay nada. No existo. Me fui para siempre. Sin más, agregaste: ¿Te acuerdas que el día que morí te dijeron que estaba comiendo en mi casa, con mi mujer y mis hijos? Sí, dije lacónico. Pues como sabes, sin más, me doblé y mi cabeza cayó sobre el plato que sorbía. No supe más. Tras mi último suspiro, todo en mí se acabó. –Atajaste con serenidad: Crees que estoy porque todavía habito en tus recuerdos, en tu corazón, en tu memoria, apiñada de escenas, de años compartidos, de cómplices vivencias, de caminatas, de días de clase, de horas de trabajo codo a codo, de viajes, de fiestas que arrancaban por la tarde y terminaban al otro día, de nuestras voces que se agolpan de vez en vez.

Lo que me tiene aquí –dijiste—es tu anhelo de recordarme y de recrearnos en un trozo de vida que arde en tus recuerdos. Pero tampoco está ese fragmento de vida que tan alegre y furtivamente compartimos por tres espléndidas décadas.

Entonces remataste sin piedad: Como sabes –porque en algún lugar lo leíste recientemente–: Uno muere dos veces. La primera físicamente, cuando de un momento a otro, uno se va de bruces hacia la Nada. La segunda, y definitiva, cuando la última persona que te conoció, que realmente compartió un trozo de esta frágil, estúpida e inefable vida, te borra para siempre. Así, sólo así, uno muere.

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