Toser, exhalar, estornudar, gritar, saludar, abrazar, besar, intercambiar objetos, utensilios de comida, tocar superficies o muebles; aproximarse a una persona a menos de dos metros y, toquetear nuestro rostro como lo hacemos mecánicamente, han pasado a la perturbadora dimensión de lo condenable; a la conducta de riesgo; al mecanismo de contagio; a la posible enfermedad; al espanto si llegamos a terapia intensiva y, no se diga al deceso. Como resultado de esas interacciones, quizá aniden los temibles coronavirus SARS-CoV-2, pues acaso han viajado en sendas gotículas de otras personas. Ahí están, quitándonos el aliento; regando aislamiento.
Virus imperceptible para nuestra visión; a menos que utilicemos tecnología para estudiarle obsesivamente, hasta que un día confiese cómo aniquilarlo o nulificarle. Su diámetro va de 100 a 160 nanómetros (nm). Cada nm es la millonésima parte de un milímetro. El ancho de un cabello nuestro mide entre 10 mil y 80 mil nanómetros.
Como otros más de su tipo, este coronavirus es impalpable; etéreo; capaz de relacionarse y reproducirse, pero sin vida propia pues necesita huésped para operar su dañosa maquinaria. Desde esa región difusa que impide clasificarle como ser vivo, está colapsando al mundo; como especie, yacemos hundidos en una pesadilla cuyo final todavía se ve distante.
A pesar de que esta pandemia del COVID-19 está arruinando distintos aspectos, nada nuevo bajo el sol. La gripe española de 1918 provocó la muerte de 60 millones de personas en el orbe. En México se le conoció como la “Peste roja”; se calcula que fallecieron alrededor de 300 mil en suelo Azteca.
En aquel convulso tiempo fueron cerradas tiendas, cantinas, pulquerías y cines. El transporte en ferrocarril fue interrumpido. Como ahora, hubo desabasto de medicamentos y, el gobierno de Venustiano Carranza ocultó el tamaño real de la pandemia; vamos, se carrancearon las cifras. Seguiré…
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