Lo que ha puesto a la vista esta plaga son una serie de asuntos estructurales en los que apoyamos la vida diaria. Como especie, nuestra existencia tiene unas cuantas columnas que hoy nos muestran su fragilidad, a pesar de la manifiesta arrogancia que hemos exhibido por ser el humus del planeta.
Bastó un pequeño aleteo producido en la milenaria Wuhan, capital de Hubei, China, para que sobreviniera la postración. Independientemente de que existan –en kilómetros– más de 13 mil entre México y aquella ciudad asiática; casi 10 mil con respecto a España, Italia, Francia o Alemania; o bien, más de 7 mil cuatrocientos con respecto a Nueva York, sobrevino el efecto mariposa.
Con avances tecnológicos comenzamos a acortar intensivamente las distancias a partir de 1919, a través de la aviación comercial. Un siglo después, el principal medio de transporte en el que viajó el coronavirus SARS-CoV-2, de un país a otro, fue en avión; en tierra nos hicimos cargo mediante convivencia social y luego, por desdeñosos.
Este nuevo virus, montado en el fenómeno de la zoonosis, ha dejado al desnudo a más de 7 mil millones de almas. Los sistemas de salud en países de primer mundo han colapsado. Sus gobernantes se han ruborizado o avergonzado ante ello. Únicamente quien está escudriñando tenazmente su ombligo puede decir que México, con su extenuado, cachazudo y descompuesto sistema de salud, está listo para enfrentar una crisis que explotó el 23 de marzo, al entrar a fase 2.
Es claro que aquello de #QuédateEnCasa, es viable para menos de la mitad de quienes son el sostén económico de sus familias. Para cientos de miles de personas, lavarse frecuentemente las manos con agua (limpia) y jabón es inalcanzable; por el hecho de que cada tercer día –si bien va—reciben agua caliginosa de pipas caprichosas.
Otro asunto que crece vertiginosamente es la (no) credibilidad de las cifras oficiales que México reporta en Covid-19. Al tiempo…
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