
Luis Alfonso Guadarrama Rico
Coordinador Ejecutivo de la Red FAMECOM
Por alguna ancha carretera se fue colando de prisa y espantosamente, la absurda idea de que quien está al frente de una oficina, área, gerencia, dirección, subsecretaría, secretaría o algún tipo de cargo análogo, por fuerza tiene que acreditar que, si en efecto es «el Jefe» o «la Jefa», debe infundir pánico entre sus colaboradores(as), si quiere darse a respetar. Rasgo de personalidad que suele etiquetarse como alguien «de carácter muy fuerte». En realidad, se trata de seres humanos con tal desequilibrio y fragilidad emocional que la más ordinaria menudencia en contra de su forma de pensar o de actuar, les desquicia inmediatamente.
Cuando este tipo de personas llegan a esos cargos, para sus colaboradores comienza un genuino infierno y, desde luego, no han tenido que pasar al otro mundo para comenzar a pagar quién sabe qué tipo de pecados o de karma detonada desde la más tierna infancia. He visto, en las distancias cortas, así como a lo lejos, cómo desgastan o maltratan a muchas personas este tipo de incalificables jerarcas que se enquistan en las instituciones públicas, en las empresas o en las organizaciones de la sociedad civil.
Se conducen diariamente y ante la menor provocación, con gritos, manotazos, con expresiones soeces a más no poder; endosan instrucciones coléricas e irracionales; son proclives a exigir tareas o productos que serían incapaces de hacer, aun teniendo dos vidas para existir; hacen gala de despidos y reprimendas de distinto calibre sin reparar por un segundo que lastiman y denigran a quienes tienen el infortunio de toparse con ellos o con ellas. Son gente que goza pensando que ese miedo que transmiten o carraspean, les hace mejores, infalibles, sagrados(as) o eternos(as) en su impresentable cargo.
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Les queda a cientos de años luz el camino de las virtudes; son refractarios(as) a la sencillez, a la humildad, la templanza, la generosidad, al sentido más elemental de la justicia o de gratitud para con los demás; se idolatran mientras están en esa frágil y traicionera cúspide que les empobrece espiritualmente. Como lo escribió Immanuel Kant, ese amor que solamente se profesan a sí mismos es la fuente de todo mal. Directivos(as) de esa clase profesan el arte de amargarse la vida y de hacer daño de pensamiento, palabra, obra y omisión.
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